sábado, 24 de mayo de 2014

La desaparición del gallego y los gallegos

Más allá del nacionalismo montaraz y analfabeto de Anova y el BNG hay mucha gente sensata que se dice preocupada por la posible desaparición del gallego y la hipotética reducción de los habitantes de Galicia a la categoría de especie en extinción. Para evitar que estas posibilidades lleguen a hacerse realidad se solicita una acción decidida de los poderes públicos gallegos en favor de la promoción y la conservación de la lengua, así como el fomento y la promoción de acciones tendentes a impedir que la población autóctona siga disminuyendo. Permítanme que exprese mi opinión sobre estos asuntos.

El idioma, cualquier idioma, es sencillamente una forma de interactuar distintas personas. Elevarlo a la categoría de símbolo de una comunidad o nación es atribuirle una potencialidad que muy posiblemente está muy alejada de las intenciones de los primeros seres humanos que comenzaron a utilizar el lenguaje. Se ha demostrado que los delfines y ciertas especies de primates se comunican por medio de algo que fácilmente puede ser asimilado a un lenguaje. Pero hasta el momento nadie ha preconizado que esa habilidad sea un símbolo de conceptos más o menos nacionalistas presentes en el pensamiento de los animales. En ciertos ámbitos  se niega el atributo de gallegos a autores como Valle Inclán, Alejandro Pérez Lugín (si uno busca una elegía de Galicia, su gente, sus paisajes y sus costumbres difícilmente encontrará una mejor que La casa de la Troya), Wenceslao Fernández Flórez (¿cuántos militantes nacionalistas son capaces de reconocer el valor y la calidad de El bosque animado?), Julio Camba, Cela o Torrente Ballester porque su obra literaria está escrita, en su totalidad o casi, en castellano. Al parecer, los símbolos asociados a este idioma son claramente distintos de los correspondientes al gallego; y da la impresión de que los símbolos unidos al idioma tienen más peso que hablar de Galicia y sus habitantes, aunque sea en castellano.

Por otro lado, cuando hablamos de preservar el gallego, no está claro a qué gallego nos referimos. Rosalía Castro muy probablemente sería incapaz de entender el idioma normativo que usa la televisión gallega. Tampoco lo está si debemos preservar el gallego que utilizó Alfonso X de Castilla en el siglo XIII para componer el Código de las Siete Partidas. Para entendernos, creo que me defiendo razonablemente bien en inglés, pero soy incapaz de comprender un soneto de William Shakespeare. El idioma evoluciona y ello hace muy difícil conservarlo en una forma determinada. Puestas así las cosas, ¿cuándo deja de ser gallego el gallego? ¿Era gallego lo que empleaba Rosalía en sus poemas? ¿A qué gallego dedicamos nuestros esfuerzos conservacionistas?

Que los gallegos somos cada vez menos es un hecho incuestionable. Pero no es algo único. Si hablamos de un carácter gallego, para cuyo mantenimiento se requiere esa población que echamos en falta, también podemos aludir a un carácter alemán, francés, inglés, italiano... en franco retroceso. Europa se uniformiza, a pesar de los esfuerzos desesperados de partidos extremistas por impedirlo, y los caracteres regionales y nacionales se diluyen en una idiosincrasia común. Así, tras el incuestionable éxito de Stieg Larsson con Millenium, los gallegos preferimos las novelas policíacas nórdicas a sumergirnos en La playa de los ahogados, de Domingo Villar, que es una obra bastante más interesante. Y, al igual que los restantes europeos, temblamos con las arroutadas de Putin o nos acordamos de toda la familia de Angela Merkel, la jefa del cotarro. Por otro lado, no somos los primeros que nos desvanecemos en los recovecos de la Historia; ya lo hicieron antes que nosotros los hicsos, los hititas, los etruscos, los mayas o los yorubas.

Tal vez lo entendamos mejor si nos fijamos en el gigantesco melting pot de Estados Unidos, donde cada vez es más difícil hacer distinciones entre wasps, afroamericanos, latinos, cubanos de Florida, irlandeses e italianos de Nueva York, polacos de Chicago, nórdicos de Wisconsin o apaches del cinturón del sol. Los caracteres peculiares de esas comunidades se han diluido, o lo están haciendo, en una comunidad nueva que viene a sustituir las antiguas comunidades individuales.

De nuevo, puestas así las cosas, ¿por qué hemos de aferrarnos a las tradiciones gallegas, tan infames por otra parte? Parece que hemos olvidado la esclavitud de la tierra, el hambre, la pobreza sin límites, o los miles de hombres que descansan en el fondo de nuestros bravos mares, todo lo cual forjó ese carácter que algunos intentan conservar. Quiero suponer que no es esto lo que deseamos conservar. Y, si es cierta mi hipótesis, ¿qué importancia tiene que mezclemos nuestros genes con los de un estonio o un checo?

Una precisión para terminar. Nací en Galicia, vivo en Galicia, hablo gallego, me gusta el cocido gallego, conozco perfectamente la historia de Galicia y me encuentro muy a gusto en esta tierra. Pero no veo ningún símbolo en el lenguaje, ni creo en lo de traer gallegos fetén al mundo. Y que conste que he hablado de Galicia porque es lo que conozco, pero todo lo que acabo de decir podríamos extrapolarlo a catalanes, vascos, bantúes, inuits o comanches.

jueves, 1 de mayo de 2014

Los sabios del fútbol

En las semifinales de la Champions League de esta temporada el Real Madrid, entrenado por Carlo Ancelotti, y el Atlético de Madrid, dirigido por Diego Pablo Simeone, se han impuesto, respectivamente, al Bayern Munich de Pep Guardiola y al Chelsea de José Mourinho. Más allá de los análisis detallados de los cuatro partidos hay una circunstancia que ha escapado a la mayoría de la gente (periodistas, sobre todo) que se ha ocupado de ellos. Y es que se han impuesto los equipos de los dos entrenadores considerados más toscos.

Nadie sabe con qué idea, fuera de la vaga y nebulosa "ganar jugando bien al fútbol", llegó Ancelotti al Real Madrid. Con el paso del tiempo ha acabado por definir un equipo en el que sólo introduce cambios cuando se ve forzado a ello (por acumulación de tarjetas, lesión o necesidad de dar descanso a algún titular) y que utiliza un contraataque letal como arma favorita de juego. Por su parte, Simeone, dada la relativa escasez de jugadores bien dotados de técnica individual disponibles en su elenco, optó por recurrir a la lucha sin tregua, a correr más que el rival y a establecer una solidaridad sin fisuras en su forma de disputar los partidos. Ni en los planteamientos de Ancelotti, ni en los de Simeone hay nada que no se haya visto antes, o que resulte mínimamente imaginativo.

Por su parte, tanto Mourinho como Guardiola (así los ven los especialistas que siguen sus pasos) son dos teóricos del fútbol. Ultraconservador el primero y enamorado del juego de toque el segundo. Ambos han tenido sus éxitos, pero siempre han parecido pensar que la razón de los mismos estribaba en las ventajas intrínsecas de los sistemas que utilizan, descartando de antemano la hipótesis de que dispusieran de jugadores especialmente adaptables a tales sistemas. Mourinho y Guardiola pertenecen al  (reducido, pero en aumento) club cuyos miembros están convencidos de que lo saben todo sobre el fútbol, de que el personaje más importante en ese mundillo es el entrenador y de que el futbolista ha de acatar ciegamente y sin margen para la iniciativa las órdenes impartidas por su jefe. Ambos disfrutan jugando a ser entrenadores, y, cuanto más originales e imaginativos, mejor. Y se comportan como si creyeran que sólo ellos están en posesión de los secretos del fútbol, mientras que el resto del mundo es incapaz de comprender las sutilezas de su sabiduría. Si hubieran coincidido con Pelé, probablemente le habrían hecho jugar de medio centro, en lugar de permitirle moverse a su antojo por toda la línea de ataque, que es lo que hicieron todos los entrenadores sensatos que dirigieron al brasileño.

Se oye con mucha frecuencia que "el fútbol es sólo un juego y que no tiene lógica". Afortunadamente, hay ocasiones en las que esta afirmación está equivocada. Y ésta que ahora estoy comentando es una de tales ocasiones. Las dolorosísimas derrotas sufridas por Bayern y Chelsea han demostrado que a veces hay lógica, y mucha, en el fútbol y que las caídas de los sabios suelen ser más humillantes que las de los simples mortales. Guardiola y Mourinho ya no tienen remedio; nadie les apeará de su convencimiento de que son sabios del fútbol. Incomprendidos tal vez, pero sabios al fin y al cabo. Pero quizá podamos esperar que las durísimas lecciones del Allianz Arena y Stamford Bridge disuadan a otros entrenadores de apuntarse al lado oscuro del fútbol.