sábado, 25 de febrero de 2012

¿Cuestión de actitud?

Uno de los deberes que debo cumplir para ganarme el sueldo es dar clases en la universidad. Nunca me gustó, aunque he ido superando ese sentimiento (no del todo, pero sí en gran medida) con el paso de los años. Independientemente de lo que otros piensen al respecto, creo que en general no lo hago del todo mal. Sin embargo, hay días en las que las clases me salen defectuosas; dicho de otro modo, no quedo en absoluto satisfecho de cómo desempeñé mi trabajo ante los alumnos. En la mayor parte de los casos eso se debe a que tenía el cerebro parcialmente ocupado por otros problemas; un cierto número de neuronas, que tendrían que estar concentradas en la clase, adquieren independencia y se dedican a rumiar cuestiones ajenas. Siempre supuse que eso le pasaría, con mayor o menor intensidad, a prácticamente todos los implicados en tareas de enseñanza, pero...

Hace unos años un profesor de instituto se levantó por la mañana. Advirtió a su esposa de que ese día iba a suicidarse. La mujer no le hizo caso; el tipo estaba bastante loco y su comportamiento oscilaba entre lo agresivo y lo profundamente depresivo. Ya había avisado en otras ocasiones sin llegar a consumar su propósito (aunque al menos una vez lo intentó, liberando el gas de una bombona). El hombre marchó a su centro de enseñanza y allí impartió las dos clases seguidas que le correspondían a primera hora. Terminada aquella tarea, fue a ver al director del instituto y le pidió permiso para salir durante un rato. Obtenido el permiso, se dirigió a un embalse de las afueras de la ciudad. Allí, en una zona en la que la orilla está bastante alta con relación al nivel del agua, se arrojó de cabeza. La acción concluyó con su muerte. La policía científica y el forense dictaminaron que el hombre no había muerto ahogado, sino a causa del fuerte choque de su cabeza contra el agua.

Nunca superé del todo el impacto de este suceso. Ya resulta bastante trágico que una persona se suicide. Pero no sé qué calificativo aplicar al hecho de que, antes de poner fin a su vida y con todo decidido, impartiera puntualmente las dos clases que le correspondían y que incluso pidiera permiso para abandonar el instituto. ¿Cómo dio aquellas clases? ¿Tan bien como lo hacía habitualmente (estaba considerado un excelente profesor por alumnos y compañeros)? ¿O parte de su mente estaba anticipando lo que iba a suceder al cabo de un rato?

Evidentemente, nunca lo sabremos. Pero, cada vez más, siempre que voy a dar clase y tengo un problema en la mente, me acuerdo de aquel hombre. Como si lo de hacerlo bien o mal fuera una cuestión de actitud.

lunes, 6 de febrero de 2012

Audrey Hepburn y la "Historia de una monja"

Este fin de semana vi Historia de una monja y la película me impresionó. Se trata de una obra dirigida por Fred Zinnemann en 1959 y protagonizada por Audrey Hepburn. Está basada en la historia real de una monja belga. Había oído hablar de ella en numerosas ocasiones, pero nunca me había animado a verla. Siempre había considerado a Hepburn una buena actriz, pero un tanto extraña. Su carácter aparentemente delicado y frágil, aunque pródigo en simpatía, le da, en mi opinión, un cierto tono empalagoso a sus películas (Desayuno con diamanes, Cómo robar un millón). Incluso llega a suavizar demasiado a Humphrey Bogart en Sabrina. Teniendo en cuenta este prejuicio, imaginaba Historia de una monja como un relato amable sobre las vivencias de una religiosa más bien etérea. Sin embargo, yo estaba completamente equivocado.

La película resume el durísimo duelo que una persona mantiene consigo misma durante diez años. La monja entra en el convento (en 1930) animada por un propósito doble: servir a Dios y perfeccionarse, y servir a sus semejantes poniendo a su disposicíón sus profundos conocimientos de enfermera (es ayudante de quirófano, especializada en enfermedades tropicales). Pero ambos objetivos entran en conflicto: las normas de la orden le exigen renunciar a sí misma, dominar su orgullo y ser una humilde sierva de Dios dispuesta a obedecer sin rechistar lo que le indican sus superioras. De hecho, éstas, para llevar a la monja por el camino de perfección, sólo acceden a su deseo de ir al Congo a regañadientes y por un tiempo relativamente corto. Llamada de nuevo a Bélgica, el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la invasión del país por los alemanes, que matan a su padre cuando atendía a unos refugiados, deciden el resultado del cruel conflicto que tortura internamente a la monja; una tortura que llega a ser percibida por las personas más próximas a ella, quienes le aconsejan que sea menos dura y rígida consigo mismo.

Son muchas las películas que tratan de conflictos psicológicos. Pero en todas las que recuerdo hay un elemento externo: la inminente llegada de un bandido en Solo ante el peligro (por citar otro título de Zinnemann), la presencia de un capitán inútil y paranoico en Escala en Hawai (Mr. Roberts, de John Ford), o la tensión de una sala cerrada (Doce hombres sin piedad, de Lumet), por citar algunos ejemplos. En Historia de una monja el elemento externo, que sí existe, carece de importancia. La monja quiere cumplir los dos objetivos y va desesperándose progresivamente a medida que comprueba que no logra dominar su naturaleza más profunda. El resultado final es un relato desgarrador, de intensidad creciente y cada vez más emotivo.

No voy a negar que en este resultado tiene una gran influencia el excelente planteamiento de la película por parte de Zinnemann. Pero el factor clave es Audrey Hepburn. Su interpretación es tan sensacional que nos hace creer que el sufrimiento de su personaje es el que nosotros experimentamos. Empieza como una chica, poco más que una adolescente, de clase alta, tímida, religiosa e intrínsecamente feliz y acaba como una mujer de poco más de treinta años, destrozada, aniquilada por sí misma. La película nos muestra como avanza esa transformación en el rostro de Hepburn. Vestida con ropas de monja, con la obligación de llevar las manos metidas en las mangas del hábito y forzada a andar de la forma más discreta posible, disuadida de hablar más de lo estrictamente imprescindible, Hepburn sólo cuenta con su rostro como recurso expresivo. Y hace maravillas con él, siempre de forma contenida, pero palpable, hasta hacernos pensar que la mujer que termina la película es completamente distinta de la que la empezó. Vamos percibiendo su evolución, pero somos incapaces de precisar qué ha cambiado en su rostro de una secuencia a la siguiente. Es decir, algo así como lo justamente opuesto a la sobreactuada y gesticulante Meryl Streep.

Y ¿qué quieren que les diga? A mí me gusta y me convence mucho más Audrey Hepburn. Aunque me haya dejado todo el fin de semana con una fuerte sacudida emocional.

jueves, 2 de febrero de 2012

Repartiendo culpas

El país está realmente malito; la crisis económica no presenta visos de amainar y no surgen medidas de recuperación por ningún lado. Obviamente, los principales responsables de esta crisis son los banqueros, con sus jueguecitos disparatados y egoístas, y los políticos, que no acertaron (ni siquiera lo intentaron) a meter en cintura a los otros.

Pero no vayamos a pensar que con la identificación de los responsables y el juicio negativo al que los sometemos (juicio que a veces se traduce en acciones más o menos violentas y más o menos efectivas de protesta) ya somos buena gente y podemos incluirnos en el bando de los buenos, tan torturado por políticos y banqueros. De eso nada.

Hay mucha gente que ahora sufre las consecuencias de la crisis que, antes de que ésta surgiera de improviso, vivía muy por encima de sus posibilidades, en un festival desenfrenado de gasto y consumo. La mayoría de nosotros no pide factura, ni paga el IVA. Hay gente que está voluntariamente en el paro mientras realiza un trabajo y cobra en negro. Cada céntimo que podemos escaquearle a Hacienda lo celebramos por todo lo alto con la complacencia de nuestros amigos. Todo lo que pueda evitar hacer en mi trabajo no voy a regalárselo al empresario o al Estado. Si se equivocan a nuestro favor en una factura, jamás se nos ocurrirá protestar. Si disponemos de una recomendación para colocar a un familiar o un amigo, ¿quién será tan tonto para no utilizarla? Si el médico me firma una baja aunque no sufra ningún mal, ¿por qué no voy a cogerme unas vacaciones adicionales? Engañaré al seguro del coche o del piso tanto como me dejen, robaré una plaza a la que no tengo derecho en una guardería pública y me saltaré un semáforo en rojo si sé que no me pillarán. Conspiraré en mi trabajo para conseguir un aumento de sueldo o subir en el escalafón al margen de mis méritos, si es que tengo alguno. Como periodista, no contaré la verdad, sino lo que le interesa al medio que me paga.

Y así, hasta donde se quiera. ¿Por qué no tenemos un ramalazo de honradez, aunque sea nada más que uno, y admitimos que, junto a los banqueros y los políticos, algo de culpa también tendremos en esta crisis interminable?