miércoles, 29 de septiembre de 2010

Un país fascista

Es difícil decir con precisión qué es un país fascista. Es habitual llamar "fascistas" a las dictaduras o a los individuos de ideología derechista, pero no todas las dictaduras lo son, ni tampoco todas las personas que tienen determinados rasgos ideológicos. Pero lo que sí es cierto es que España es un país fascista.

Para entender mejor esta afirmación, pensemos por un momento en nuestro fascista (él no sólo se merecía el calificativo, sino que presumía de serlo) más conocido: José Antonio Primo de Rivera. Era tan fascista que incluso daba miedo a Franco. Cuando le ofrecieron la posibilidad de intercambiarlo por presos republicanos, Franco se negó. Le era más valioso detenido en la cárcel de Alicante (donde acabó siendo fusilado), lugar desde el que no podía interferir en sus planes. Más todavía, Manuel Hedilla, sucesor directo de José Antonio, encontró la muerte en un oscuro episodio en el que, si bien no hay pruebas contundentes al respecto, Franco desempeñó un papel relevante. Finalmente, Franco se cargó a la Falange, la organización joséantoniana, obligándola a fusionarse con las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS), una entidad que pasó por la historia con más pena que gloria.

Entre las características que José Antonio preconizaba para el fascismo estaban el rechazo de las formas monárquicas, republicanas o simplemente democráticas de gobierno, el liderazgo absoluto del jefe y, sobre todo (al menos para lo que aquí nos concierne), la utilización de la violencia sectaria contra cualquier organización rival (todas, a fin de cuentas). Pues bien, eso es lo que hacen los dos grandes sindicatos españoles: la Unión General de Trabajadores (UGT) y Comisiones Obreras (CCOO). Una vez más, hoy han lanzado sus piquetes informativos a la calle para convencer a los ciudadanos de que debíamos seguir la huelga general que habían convocado sin encomendarse ni a Dios, ni al diablo. Esos piquetes, compuestos por individuos tan musculosos como descerebrados, han utilizado la violencia indiscriminada contra empresas y simples ciudadanos para que los jefes tuvieran la desvergüenza de asegurar públicamente en televisión que el 87 % de la población ha secundado la jornada de paro. De paso, han destruido propiedades públiicas (lo cual obligará a gastar un dinero que no hay en reparar los destrozos) y privadas, y han puesto en peligro la salud de la población (al volcar contenedores repletos de basuras están abonando el terreno a distintas enfermedades). Igualito que si José Antonio hubiera logrado salir de debajo de la losa tras la que yace en la iglesia del Valle de los Caídos y hubiera puesto en marcha a sus matones.

Es la tercera huelga general que se produce en España desde la muerte de Franco. Dudo mucho que sea constitucional; a fin de cuentas, una huelga persigue la mejora de las condiciones de trabajo en una o más empresas y no sé si está contemplado que pueda utilizarse como elemento de confrontación con la política gubernamental. De todos modos, pasaré por alto estos reparos y admitiré que, en los casos de las huelgas contra Felipe González y José María Aznar la población estaba mayoritariamente a favor del paro. Pero en la situación actual más del 70 % de los españoles se oponían a la huelga y no precisamente por simpatía hacia el presidente José Luis Rodríguez Zapatero; yo particularmente no escuché decir a nadie que estuviera a favor de la huelga. Si pese a ello (y los sindicatos eran conscientes de lo que sentía la gente y del tremendo desprestigio en el que han caído desde que la crisis económica nos sacude) los piquetes se han empleado a fondo, ¿a alguien puede extrañarle que considere a UGT y CCOO organizaciones fascistas?

Lo malo es que aún hay más. González y Aznar tragaron sapos y culebras cuando soportaron sus respectivas huelgas generales. Pero Zapatero no. Uno de sus ministros dijo que alababa el comportamiento extremadamente responsable que hoy han puesto de manifiesto los sindicatos. En otras palabras, el gobierno bendice una huelga dirigida contra su política. Más claro todavía, está de acuerdo con aquéllos. Y basta una simple regla de tres para concluir que el gobierno es tan fascista como los otros.

Así que, por favor, ¡que nadie vuelva a decirme que España es un país democrático!

sábado, 25 de septiembre de 2010

Q y un batiburrillo rojo

Ayer, como todos los viernes por la tarde, coincidimos en la cafetería ELA los tres de siempre: J., EEA y yo. No tenía ganas de discutir de ningún tema y, menos todavía, de cualquiera relacionado con la política. Pero la proximidad de la huelga general, prevista para el día 29, debió de animar a EEA y empezó la reunión exponiendo algo que ya dijo más veces.

Según él, si en una empresa se somete a votación ir o no a la huelga y si el resultado es de un 51 % por ciento de trabajadores favorables al paro, el otro 49 % debe secundar la acción. Para EEA es muy injusto que los beneficios alcanzados con los sacrificios de los huelguistas (mejores condiciones salariales, por ejemplo) sean compartidos por quienes no participaron en la movilización. Así que, para evitar esta injusticia, o todos, o ninguno.

Permítanme que, antes de seguir adelante, les diga unas cuantas cosas sobre EEA. Tiene sesenta años, está prejubilado (es decir, su sueldo lo pagamos todos los que cotizamos a Hacienda, situación que a él no le causa ningún rubor) y, durante sus años mozos, participó en los duros combates que tuvieron lugar en Vigo en la época de la reconversión del sector naval, allá por la década de 1980. No tiene más estudios que los primarios, apenas ha salido de Vigo (nunca fuera de España, excepto al vecino Portugal), sólo lee el Faro de Vigo, que es un periódico que apenas llega a la categoría de hoja parroquial, no habrá leído más de diez libros en su vida, y en televisión sólo ve, de forma casi exclusiva, programas deportivos. Se considera de izquierdas y, dado que carece de bagaje cultural propio, cree que ser de izquierdas es lo que se dice en los manuales simplistas del Grupo Prisa, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y los sindicatos. Por supuesto, no estoy sugiriendo que ninguna de estas instituciones u organizaciones escriba manuales del buen izquierdista, sino que la calidad y el rigor de los mensajes que transmiten apenas superan los de un manual para apretar tornillos. En su papel de izquierdista avant la lettre (aunque él no sepa qué significa eso), EEA está convencido de que una asamblea es el foro más adecuado para realizar una votación democrática, y no entra en su cabeza el pensamiento de que no es muy de izquierdas preferir los impuestos indirectos a los directos. En una ocasión, en la que yo le contaba viejas batallitas de mis tiempos en Madrid, le hablé de los disparos que los piquetes hicieron con bolas de acero contra los autobuses, completamente llenos, que proporcionaban el transporte escolar a niños con deficiencias psíquicas y EEA manifestó su comprensión de la actuación de los huelguistas porque, a fin de cuentas, estaban defendiendo sus puestos de trabajo (ese día aprendí que un puesto de trabajo vale más que la vida de un deficiente psíquico).

El enunciado de EEA suscitó inmediatamente el rechazo de J. y S., el dueño del ELA. Pero me tocó a mi dar forma a tal rechazo. Y basé mi argumentación, fundamentalmente, en que por encima de todo están los derechos individuales, por lo cual nadie puede privar a otro de su derecho al trabajo aunque sus compañeros quieran hacer huelga.

Además, comparé la situación con las elecciones. Si yo no voto al político A, ¿hay que dejarme al margen de las mejoras que A pueda hacer en el país sólo porque no le di mi confianza? EEA respondió, aunque no justificó, que el ejemplo no era aplicable. Y yo contraataqué preguntándole si sólo iban a valer en la discusión los símiles que reforzaran su tesis. Para entonces, la cosa se había puesto bastante tensa, con alguna que otra alusión personal (completamente improcedente) por mi parte, con lo que cortamos.

La cuestión, y de ahí esta entrada, no es lo que dijimos EEA y yo, sino algo más, que ya no salió a relucir en esa conversación. Yo estoy dispuesto a aceptar su premisa y quedarme sin los beneficios que consigan los huelguistas si no secundo su actuación. Pero pido a cambio que se me permita negociar por mi cuenta con el patrón; en otras palabras, que no se me obligue a pasar forzosamente por las horcas caudinas de la negociación colectiva. Esa sugerencia ya había sido desestimada por EEA en otra oportunidad. De nuevo el o todos, o ninguno.

Y ése es el principal problema de este izquierdismo de manual, que no tiene nada que ver con el verdadero izquierdismo; confunde la igualdad de derechos con la igualdad de situaciones. Todos tenemos derecho a la educación, pero, si yo aprovecho ese derecho y consigo labrarme un nombre en un campo determinado, no veo por qué alguien que no se esforzó tiene que reclamar para él ganar el mismo sueldo que yo. En ese aspecto, el señor Zapatero, con su izquierdismo de pandereta, ha sido todo un maestro. Para una vez que tenía dos ministros preparados en el gobierno (César Antonio Molina y Bernat Soria), los descabezó sin compasión porque estaban mucho mejor preparados que él. El socialismo progresista español, basado únicamente en manuales más simples que el mecanismo de un botijo, pone todo su empeño en igualar a todo el mundo por abajo. Y lo malo es que hay personas, como EEA, que no se dan cuenta de la tremenda injusticia que hay en todo esto.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Q y las redes sociales

Ayer me di de baja en Facebook.

Me había incorporado a la red hace unos pocos meses. A raíz del continuo auge que estaban adquiriendo las redes sociales, me había preguntado por su interés práctico. Y no había encontrado ninguna respuesta medianamente fundada para esta cuestión. Claro que ese proceso fue exclusivamente teórico. Sin embargo, mi formación científica me hizo comprender que faltaba la comprobación práctica. Ése fue el motivo de que me diera de alta en Facebook.

Al hacerlo, la red me sugirió unos cuantos posibles amigos. Yo los conocía prácticamente a todos. Por ello, y por seguir con el experimento, les solicité que me aceptaran como amigo. El trámite se desarrolló sin incidencias. Y, ya puesto en marcha, me senté (metafóricamente hablando) a esperar a ver qué pasaba.

Enseguida pude comprobar que mi página se actualizaba todos los días. Pero las responsables de las actualizaciones eran, de forma casi exclusiva, dos personas. Con raras excepciones, proporcionadas por otros miembros de mi grupo de amigos, cada nuevo contenido en mi página había sido suministrado por una u otra (a veces, ambas el mismo día) de tales personas. Los demás se limitaban a proporcionar breves comentarios elogiosos de las nuevas historias y las nuevas fotografías. Una de esas dos personas incluso se tomaba la molestia de transcribir puntualmente lo que cada día le pronosticaba su horóscopo.

Debo puntualizar que esas dos personas son madre e hija y que residen de forma permanente, en ciudades diferentes, fuera de España. Así que comprendo perfectamente que tengan un claro interés en mantener sus contactos con sus amigos y conocidos que siguen viviendo aquí. Pero una cosa es ésa y otra muy distinta lo que ellas hacen: una relación pormenorizada de sus actos diarios. Y así un día y otro y otro... Disculpen la vulgaridad, pero sólo les quedaba por precisar cuántas veces iban al servicio cada día.

Cansado de tanta información irrelevante que no necesitaba en absoluto y, por otro lado, carente de historias propias que pudieran tener interés para otras personas, decidí que no aguantaba más y clausuré mi página en Facebook, después de concluir que la experiencia práctica no había hecho más que confirmar lo que yo ya suponía con anterioridad acerca del escaso o nulo valor tangible de las redes sociales. Y es que éstas no son, en definitiva, más que una versión pobre (eso sí, tope guay) de otras herramientas más antiguas y mejor pensadas, como son el correo electrónico, el blog o el sitio web tradicional (¿a que una empresa, que necesita recalcar su presencia en el mercado y mantener sus contactos con sus clientes, actuales y futuros, no recurre a Facebook para dar cuenta de sus actividades?). Si a eso añadimos que, por algún motivo que desconozco, las redes sociales son susceptibles de ser hackeadas (véase en la prensa de hoy lo que el virus Rainbow acaba de hacerle a la red Twitter) con relativa facilidad, ya me contarán qué interés puede tener reemplazar con Facebook o similares las herramientas que acabo de citar.

martes, 21 de septiembre de 2010

Los avisos del hombre invisible mudo

Antes de empezar cada examen en la universidad, informo a los alumnos de las normas que lo rigen: cada problema debe estar en una hoja distinta, está prohibido escribir con lápiz o tinta roja, los alumnos pueden utilizar calculadoras, apuntes, libros o colecciones de problemas, y algunos detalles más por el estilo. Además, aprovecho la ocasión para anunciar una estimación acerca de la posible fecha de salida de las notas e indicar dónde y cuando los interesados podrán revisar sus exámenes una vez publicadas las calificaciones.

Para aprovechar el tiempo, mientras suelto ese pequeño discurso, siempre repetido, un compañero mío reparte a los alumnos folios en blanco y hace circular las hojas en las que aquéllos deben firmar para dejar constancia de su asistencia al examen. Se trata, como es obvio, de dos labores completamente mecánicas, que los alumnos pueden realizar mientras yo comunico las advertencias de rigor. Por cierto, suelo terminarlas preguntando si alguien desea plantear alguna cuestión. Lo más habitual es que nadie tenga ninguna duda o, al menos, que no la manifieste.

Esta escena se repitió, como de costumbre, en el examen de la asignatura que imparto correspondiente a la convocatoria del mes de septiembre en curso y nadie me preguntó nada. Un par de días después, recibí un correo electrónico de una chica (ya habían salido las notas porque fueron pocos los alumnos que se presentaron al examen y por eso corregí los exámenes con rapidez; la chica había suspendido) en el que se decía textualmente: "Hola, quería saber cuándo es la revisión el exámen (sic) de ... y en qué despacho es".

¡Ya estaba! ¡No podía faltar! Siempre hay alguien que, a toro pasado, me pregunta por algo que he dicho claramente en público con anterioridad. Si a la chica no le quedó claro cuándo iba a ser la revisión, ¿por qué no lo preguntó cuando yo hablé del asunto en el aula, antes de empezar el examen? Y, la verdad, la única respuesta que se me ocurre es que yo soy un hombre invisible y mudo, con lo que ni mi presencia, ni nada de lo que yo dije allí llegaron a los oídos de los alumnos. Lo malo es que la cosa va yendo a peor con cada convocatoria que pasa. Los alumnos siguen teniendo los mismos reparos injustificados de siempre a preguntar cosas ante sus compañeros, pero ahora, con eso de que el profesor poco menos que está obligado a atenderlos por correo electrónico, se sienten más confiados para plantear cosas absurdas. Tal y como están evolucionando las cosas, me temo que en la próxima encuesta de la universidad, siempre tan amiga de acciones burocráticas, acerca de cómo distribuyo mi tiempo deberé contestar con algo así como: "90 % del tiempo: repetir por correo electrónico cosas que ya dijo claramente mi hermano gemelo, el hombre invisible y mudo".

Por cierto, las mujeres siempre se han reído de los hombres diciendo que somos absolutamente incapaces de hacer dos cosas simultáneamente. Eso me lleva a la sospecha inquietante de que la chica a la que me he referido más arriba es un hombre en realidad puesto que fue incapaz de poner su nombre en la hoja de firmas y simultáneamente prestar atención a lo que yo decía.

Haciendo pruebas

Ésta es la prueba